
Unas cuantas fábulas de Esopo
by Esopo
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El zorro y las uvas
Un zorro hambriento vio unos magníficos racimos de uvas colgando de una vid que crecía a lo largo de un enrejado alto, e hizo todo lo posible para alcanzarlas saltando tan alto como pudo en el aire.
Pero todo fue en vano, ya que estaban fuera de su alcance.
Así que dejó de intentarlo y se fue con un aire de dignidad y un poco de preocupación, haciendo esta observación: —Pensaba que esas uvas estaban maduras, pero ahora veo que son bastante agrias.
El ganso que ponía los huevos de oro
Un hombre y su esposa tuvieron la suerte de tener un ganso que ponía un huevo de oro todos los días.
A pesar de la suerte que habían tenido, pronto empezaron a pensar que no se estaban enriqueciendo lo bastante rápido e, imaginando que el pájaro debía de estar hecho de oro por dentro, decidieron matarlo para asegurarse de una vez toda la reserva de metal precioso. Pero cuando lo abrieron, descubrieron que era como cualquier otro ganso.
Así pues, ni se enriquecieron de golpe, como esperaban, ni siguieron disfrutando del aumento diario de su riqueza.
La avaricia rompe el saco.
El perro travieso
Había una vez un perro que solía gritar a la gente y la mordía sin ninguna provocación, y era una gran molestia para todos los que llegaban a la casa de su amo.
Así que su amo ató una campanilla alrededor de su cuello para advertir a la gente de su presencia.
El perro estaba muy orgulloso de la campanilla y se pavoneaba tintineándola con inmensa satisfacción. Pero un viejo perro se le acercó y le dijo: —Cuanto menos aires te des mejor, amigo mío. ¿Piensas que te dieron la campanilla como premio merecido? Al contrario, es una insignia a la vergüenza.
La notoriedad a menudo se confunde con la fama.
El carbonero y el batanero
Había una vez un carbonero que vivía y trabajaba solo.
Un batanero, sin embargo, resulta que vino y se estableció en el mismo vecindario; y el carbonero, después de conocerlo y descubrir que era un tipo más o menos agradable, le preguntó si vendría y compartiría su casa.
—Nos conoceremos mejor de esa manera —dijo— y, además, los gastos de nuestros hogares disminuirán.
El batanero se lo agradeció, pero respondió: —No se me había ocurrido, señor: con lo que me cuesta blanquear todo, se ennegrecería enseguida por su carbón.
El perro y la cerda
Un perro y una cerda discutían y cada uno afirmaba que sus pequeños eran mejores que los de cualquier otro animal. —Bueno —dijo la cerda al fin—, los míos pueden ver, en cualquier caso, cuando vienen al mundo: pero los tuyos nacen ciegos.
El caballo y el mozo de cuadra
Había una vez un mozo de cuadra que solía pasar largas horas recortando y peinando el pelo del caballo que tenía a cargo, pero cada día robaba una parte de su ración de avena, y la vendía para su propio beneficio.
El caballo poco a poco empeoró, y finalmente gritó al mozo de cuadra: —Si de verdad quieres que me vea arreglado y bien, tienes que peinarme menos y alimentarme más.
La pava real y la grulla
Una pava real se burló de una grulla por lo soso de su plumaje.
—Mira mis brillantes colores —dijo—, y fíjate lo finos que son al lado de tus pobres plumas.
—No niego —respondió la grulla— que las tuyas sean mucho más alegres que las mías; pero cuando se trata de volar puedo elevarme por las nubes, mientras que tú estás confinada en la tierra como un gallo de estercolero.
El gato y los pájaros
Un gato se enteró de que las aves de una pajarera estaban enfermas.
Entonces se vistió de médico y, llevando consigo un conjunto de instrumentos propios de esta profesión, se presentó en la puerta, y preguntó por la salud de las aves.
—Estaremos muy bien —respondieron, sin dejarlo entrar— cuando hayamos visto al último de ustedes.
Un villano puede disfrazarse, pero no engañará a los prudentes.
El derrochador y la golondrina
Un derrochador, que había malgastado su fortuna, y no le quedaba nada más que la ropa que llevaba puesta, vio una golondrina un buen día a principios de la primavera. Pensando que el verano había llegado, y que ahora podía prescindir de su abrigo, fue y lo vendió por lo que le dieran.
Sin embargo, tuvo lugar un cambio en el tiempo, y llegó una fuerte helada que mató a la desafortunada golondrina. Cuando el derrochador vio su cadáver, gritó: —¡Pájaro miserable! Gracias a ti, me estoy muriendo de frío.
Una golondrina no hace verano.
La luna y su madre
La luna una vez le rogó a su madre que la hiciera un vestido. —¿Y cómo lo hago? —respondió— No se ajustaría a tu figura. En un momento dado eres luna nueva, y en otro eres luna llena; y de vez en cuando no eres ni una cosa ni la otra otra.
La cuerva y la jarra
Una cuerva sedienta se encontró una jarra con un poco de agua, pero había tan poca que, por mucho que lo intentara, no podría alcanzarla con su pico, y parecía que moriría de sed a la vista del remedio.
Al final se le ocurrió un plan ingenioso.
Comenzó a dejar caer guijarros en la jarra, y con cada guijarro, el agua se elevaba un poco más alto hasta que por fin alcanzó el borde, y el ave astuta pudo saciar su sed.
La necesidad es la madre de la invención.
Los chicos y las ranas
Unos muchachos traviesos jugaban en la orilla de un estanque, y, avistando unas ranas que nadaban en aguas poco profundas, comenzaron a divertirse arrojándoles piedras, y mataron a varias de ellas. Por fin, una de las ranas sacó la cabeza del agua y dijo: —¡Oh, parad! ¡Parad! Os lo ruego: lo que es diversión para vosotros es la muerte para nosotras.
El zorro y la cigüeña
Un zorro invitó a una cigüeña a una cena en la que la única comida proporcionada era un gran plato plano de sopa.
El zorro lo lamió con gran gusto, pero la cigüeña con su largo pico intentó en vano tomar parte del caldo sabroso. Su evidente angustia causó al pícaro zorro mucha diversión.
Pero no mucho después la cigüeña lo invitó a su vez, y puso ante él una jarra de cuello largo y estrecho, donde podía sacar su pico con facilidad.
Así, mientras ella disfrutaba de su cena, el zorro se quedó de brazos cruzados hambriento y desamparado, porque le fue imposible alcanzar el tentador contenido del recipiente.
El lobo con piel de cordero
Un lobo decidió disfrazarse para poder cazar un rebaño de ovejas sin temor a ser detectado.
Así que se puso una piel de oveja y se deslizó entre las ovejas cuando salieron a pastar. Engañó por completo al pastor, y cuando el rebaño fue encerrado por la noche, él se encerró con el resto.
Pero esa misma noche por casualidad, el pastor, que necesitaba una provisión de carne de cordero para la mesa, se hizo con el lobo por error en vez de una oveja, y lo mató con su cuchillo ahí mismo.
Los delfines, las ballenas y el pez
Los delfines discutieron con las ballenas, y en poco tiempo comenzaron a pelearse entre ellos.
La batalla era muy feroz y había durado tiempo sin señal de llegar a su fin, cuando un pez pensó que tal vez podría detenerla, entonces intervino y trató de persuadirlos para que dejaran de pelearse y se hicieran amigos.
Pero uno de los delfines le dijo con desprecio: —¡Preferimos seguir peleando hasta que nos maten a todos a que nos reconcilie un pez como tú!
El abeto y el zarza
Un abeto presumía delante de una zarza, y decía, un poco con desdén: —Pobre criatura, no sirves para nada. En cambio, mírame a mí: soy útil para todo tipo de cosas, particularmente cuando los hombres construyen casas; no pueden prescindir de mí.
Pero la zarza respondió: —Ah, eso está muy bien: pero esperas a que vengan con hachas y sierras para cortarte, y entonces deseas ser una zarza y no un abeto.
Mejor la pobreza sin preocupaciones que la riqueza con sus muchas obligaciones.
La queja de las ranas contra el sol
Érase una vez el Sol que estaba a punto de tomar para sí una esposa.
Las ranas, aterrorizadas, alzaron la voz al cielo, y Júpiter, perturbado por el ruido, les preguntó qué estaban croando.
Ellas respondieron: —El sol ya es bastante malo de soltero, secando como lo hace nuestros pantanos con su calor. ¿Pero qué será de nosotras si se casa y engendra otros soles?
El mosquito y el toro
Un mosquito se posó en uno de los cuernos de un toro y permaneció allí sentado durante un tiempo considerable. Cuando hubo descansado lo suficiente y estaba a punto de volar, le dijo al toro: —¿Te importa si me voy ahora?
El toro apenas levantó los ojos y dijo, sin interés: —Me da igual; no me di cuenta cuando llegaste, y no sabré cuándo te vas.
A menudo podemos ser más importantes a nuestros propios ojos que a los ojos de nuestros vecinos.
El roble y los juncos
Un roble que crecía a la orilla de un río fue arrancado de raíz por una fuerte ráfaga de viento y arrojado al otro lado de la corriente.
Cayó entre unos juncos que crecían junto al agua, y les dijo: —¿Cómo es que vosotros, tan frágiles y delgados, habéis conseguido resistir la tormenta, mientras que yo, con todas mis fuerzas, he sido arrancado de raíz y arrojado al río?
—Fuiste testarudo —fue la respuesta— y luchaste contra la tormenta, que resultó ser más fuerte que tú; pero nosotros nos inclinamos y cedemos a todas las brisas, y así el vendaval pasó sobre nuestras cabezas sin causar ningún daño.
El ciego y el cachorro
Había una vez un ciego que tenía un sentido del tacto tan fino que, cuando se le ponía un animal en las manos, podía saber lo que era simplemente por el tacto.
Un día pusieron un cachorro de lobo en sus manos y le preguntaron qué era.
Lo palpó durante algún tiempo, y luego dijo: —En verdad, no estoy seguro de si es un cachorro de lobo o de zorro; pero sé que no sería bueno que cuidara un redil.
Las tendencias malvadas se muestran temprano.
El niño y los caracoles
El hijo de un granjero fue a buscar caracoles y, cuando ya tenía las manos llenas, se dispuso a hacer una fogata para asarlos, pues quería comérselos.
Cuando la fogata ardió y los caracoles empezaron a sentir el calor, se retrajeron cada vez más en sus conchas con ese silbido que siempre hacen.
Al oírlo, el joven dijo: —¡Criaturas abandonadas! ¿Cómo pódeis tener ánimo para silbar cuando vuestras casas se están quemando?
El pescador y el pez
Un pescador echó su red al mar, y cuando la sacó de nuevo, no contenía nada más que un pez que pedía ser devuelto al agua.
—Ahora no soy más que un pececito —dijo—, pero algún día me haré grande, y luego, si vienes a pescarme de nuevo, te seré de alguna utilidad.
Pero el pescador respondió: —Oh, no, te guardaré ahora que te tengo: si te devuelvo, ¿volveré a verte? ¡Probablemente no!
El viajero que alardeaba
Un hombre se fue una vez de viaje, y cuando volvió a casa tenía historias maravillosas que contar acerca de las cosas que había hecho en países extranjeros.
Entre otras cosas, decía que había participado en una competición de saltos en Rodas, y que había hecho un salto maravilloso que nadie podía superar. —Ve a Rodas y pregúntales —dijo—; todo el mundo te dirá que es verdad.
Pero uno de los que estaban escuchando dijo: —Si puedes saltar tan bien como dices, no tenemos que ir a Rodas para comprobarlo. Imaginemos por un momento que esto es Rodas: y ahora... ¡Salta!
Hechos, no palabras.
El cangrejo y su madre
Una vieja cangreja le dijo a su hijo: —¿Por qué caminas así de lado, hijo mío? Deberías caminar derecho. El joven cangrejo respondió: —Muéstrame cómo, querida madre, y seguiré tu ejemplo. La vieja cangreja lo intentó, pero lo intentó en vano, y entonces se dio cuenta de lo insensata que había sido por criticar a su hijo.
El ejemplo es mejor que el precepto.
El burro y su sombra
Cierto hombre alquiló un burro para hacer un viaje en verano, y partió con el dueño que les seguía, conduciendo el animal.
Poco a poco, con el calor del día, se detuvieron a descansar, y el viajero quiso acostarse a la sombra del burro, pero el dueño, que quería alejarse del sol, no se lo permitió, porque decía que sólo había alquilado el burro, y no su sombra. El otro sostenía que el acuerdo le aseguraba, de momento, el control completo del asno.
De las palabras pasaron a los golpes, y mientras discutían el uno con el otro, el burro se dio a la fuga y pronto se perdió de vista.
El agricultor y sus hijos
Un agricultor, a punto de morir, y deseando compartir con sus hijos un secreto crucial, los reunió y les dijo: —Hijos míos, estoy a punto de morir; quiero que sepáis que en mi viña hay un tesoro escondido. Cavad y lo encontraréis.
En cuanto murió el padre, los hijos removieron la tierra de la viña una y otra vez con pico y pala, buscando el tesoro que suponían enterrado allí.
No encontraron nada, pero las vides, tras una excavación tan minuciosa, produjeron una cosecha como nunca antes se había visto.
Los ladrones y el gallo
Unos ladrones entraron en una casa y no encontraron nada que valiera la pena llevarse, salvo un gallo, que agarraron y se llevaron.
Mientras preparaban la cena, uno de ellos atrapó al gallo y estaba a punto de retorcerle el cuello, cuando este gritó pidiendo clemencia: —Por favor, no me maten; les pareceré un ave muy útil, pues con mi canto animo a los hombres honestos a trabajar por la mañana.
Pero el ladrón respondió con vehemencia: —Sí, lo sé, lo que nos dificulta aún más ganarnos la vida. ¡A la olla!
El agricultor y la fortuna
Un día, un granjero estaba arando su granja cuando descubrió una olla llena de monedas de oro con su arado. Se llenó de alegría con su descubrimiento y, desde entonces, ofreció una ofrenda diaria al santuario de la Diosa Tierra.
La Fortuna, disgustada, se acercó a él y le dijo: —Amigo, ¿por qué le das crédito a la Tierra por el regalo que te concedí? Nunca pensaste en agradecerme tu buena suerte; pero si tuvieras la mala suerte de perder lo que has ganado, sé muy bien que yo, la Fortuna, cargaría con toda la culpa.
Muestra gratitud cuando es debido.
El padre y los hijos
Cierto hombre tenía varios hijos que siempre estaban peleándose entre sí y, por más que lo intentaba, no conseguía que vivieran juntos en armonía.
Así que decidió convencerlos de su insensatez de la siguiente manera. Les pidió que trajeran un manojo de palos e invitó por turnos a cada uno a romperlo sobre sus rodillas. Todos lo intentaron y todos fracasaron, luego deshizo el manojo y les entregó los palos, y no tuvieron ninguna dificultad en romperlos.
—Ya está muchachos —dijo—, unidos seréis más que una cerilla para vuestros enemigos, pero si os peleáis y os separáis, vuestra debilidad os pondrá a merced de los que os ataquen.
La unión hace la fuerza.
La lámpara
Una lámpara, bien llena de aceite, ardía con luz clara y constante, y empezó a hincharse de orgullo y a jactarse de que brillaba más que el mismo sol.
En ese momento, una ráfaga de viento la apagó.
Alguien la encendió de nuevo con una cerilla y dijo: —Tú mantente encendida y no te preocupes por el sol. Ni siquiera las estrellas necesitan que se las vuelva a encender como a ti hace un momento.
El burro en piel de león
Un burro encontró una piel de león y se vistió con ella. Entonces se puso a asustar a todo el que encontraba, pues todos, hombres y bestias, lo tomaban por un león y se echaban a correr cuando lo veían venir.
Eufórico por el éxito de su treta, rebuznó triunfante.
El zorro lo oyó, lo reconoció enseguida como el asno que era y le dijo: —Oh, amigo mío, eres tú, ¿verdad? Yo también habría tenido miedo si no hubiera oído tu voz.
Las cabras y sus barbas
Júpiter concedió barbas a las cabras a petición propia, para disgusto de los machos cabríos, que consideraron que se trataba de una invasión injustificada de sus derechos y dignidades.
Así que le enviaron una delegación para protestar contra su acción.
Él, sin embargo, les aconsejó que no pusieran objeciones. —¿Qué hay en un mechón de pelo? —dijo—. Que se lo queden si quieren. Nunca podrán igualaros en fuerza.
El chico que se bañaba
Un chico se estaba bañando en un río y el agua le cubrió por completo, corriendo un gran peligro de ahogarse.
Un hombre que pasaba por un camino oyó sus gritos de auxilio, se acercó a la orilla y comenzó a regañarlo por su descuido al meterse en aguas profundas, pero no intentó ayudarlo.
—¡Oh, señor! —gritó el niño—, por favor, ayúdeme primero y regáñeme después.
Presta ayuda, no consejos, en una crisis.
La rana matasanos
Érase una vez una rana que salió de su casa de los pantanos y proclamó a todo el mundo que era una médica erudita, experta en fármacos y capaz de curar todas las enfermedades.
Entre la multitud había un zorro que gritó: —¡Tú, médica! ¿Cómo puedes ponerte a curar a los demás cuando ni siquiera puedes curar tus propias patas cojas y tu piel manchada y arrugada?
Médico, cúrate a ti mismo.
El chico y las ortigas
Un niño estaba recogiendo bayas de un seto cuando una ortiga le picó la mano. Herido de dolor, corrió a decírselo a su madre, y le dijo entre sollozos: —Solo la toqué muy ligeramente, madre. —Por eso te picó, hijo mío —dijo ella—, si la hubieras agarrado con firmeza, no te habría dolido lo más mínimo.
El perro en el pesebre
Un perro estaba echado en un pesebre sobre el heno que se había puesto allí para el ganado, y cuando éste se acercó e intentó comer, él gruñó e intentó morderles y no les dejó alcanzar su comida.
—Qué bestia más egoísta —dijo uno de ellos a sus compañeros—; ni puede comer él ni deja comer a los que pueden.
Las dos bolsas
Cada persona lleva consigo dos bolsas, una delante y otra detrás, y ambas están llenas de defectos. La bolsa de delante contiene las faltas del prójimo, la de detrás las propias. De ahí que la mayoría de la gente no vea sus propios defectos, pero nunca deje de ver los de los demás.
Los bueyes y los ejes
Un par de bueyes arrastraban una carreta cargada por el camino, y al tirar y forzar el yugo, los ejes crujían y gemían terriblemente.
Esto fue demasiado para los bueyes, quienes se giraron indignados y dijeron: —¡Hola! ¿Por qué hacéis tanto ruido si nosotros hacemos todo el trabajo?
Se quejan más los que menos sufren.
El chico y las avellanas
Un niño metió la mano en un tarro de avellanas y agarró todas las que le cabían en el puño. Pero al intentar sacarla, no pudo, pues el cuello del tarro era demasiado pequeño para un puñado tan grande.
Reacio a perder las avellanas, pero incapaz de retirar la mano, rompió a llorar.
Un espectador, al ver dónde estaba el problema, le dijo: —Vamos, muchacho, no seas tan avaricioso: conténtate con la mitad y podrás sacar la mano sin dificultad.
No intentes hacer demasiadas cosas a la vez.
El olivo y la higuera
Un olivo se burlaba de una higuera por la pérdida de sus hojas en cierta época del año.
—Tú —dijo— pierdes tus hojas cada otoño y estás desnudo hasta la primavera, mientras que yo, como ves, permanezco verde y floreciente todo el año.
Poco después cayó una fuerte nevada, que se asentó sobre las hojas del olivo, de modo que se dobló y se rompió bajo el peso, pero los copos cayeron sin causar daño entre las ramas desnudas de la higuera, que sobrevivió para dar muchas más cosechas.
El león y el jabalí
Un día caluroso y sediento, en pleno verano, un león y un jabalí bajaron al mismo tiempo a beber a un pequeño manantial. En un santiamén se pelearon por ver quién bebía primero.
La disputa pronto se convirtió en pelea y se atacaron con la mayor furia.
Cuando se detuvieron un momento para tomar aliento, vieron unos buitres sentados en una roca, esperando a que mataran a uno de ellos para bajar y alimentarse del cadáver.
El espectáculo les hizo recobrar la compostura al instante, y se reconciliaron diciendo: —Es mucho mejor que seamos amigos a que nos peleemos y nos coman los buitres.
El nogal
Un nogal que crecía junto al camino daba todos los años una abundante cosecha de nueces. Todos los que pasaban por allí le arrojaban palos y piedras para arrancarle los frutos, y el árbol sufría mucho.
—Es duro —lloraba—, que las mismas personas que disfrutan de mi fruto me recompensen así con insultos y golpes.
El zorro sin cola
En cierta ocasión, un zorro cayó en una trampa y, tras forcejear, consiguió liberarse, pero perdió su cola.
Estaba tan avergonzado de su aspecto que pensó que no valía la pena vivir a menos que pudiera persuadir a los demás zorros para que se deshicieran también de sus colas, y así desviar la atención de su propia pérdida.
Así que convocó una reunión de todos los zorros y les aconsejó que se cortaran la cola.
—De todos modos son feas —dijo— y además pesan mucho, y es pesado llevarlas siempre encima. Pero uno de los otros zorros dijo: —Amigo mío, si no hubieras perdido tu propia cola, no estarías tan empeñado en que nos cortáramos las nuestras.
El viajero y su perro
Un viajero estaba a punto de emprender un viaje, y dijo a su perro, que se estiraba junto a la puerta: —Ven, ¿por qué bostezas? Date prisa y prepárate. Quiero que vengas conmigo. Pero el perro se limitó a mover la cola y a decir en voz baja: —Estoy listo, amo, es a usted a quien espero.
El náufrago y el mar
Un náufrago que fue arrojado a la playa se quedó dormido tras su lucha con las olas.
Cuando despertó, reprochó amargamente al mar su traición porque atraía a los hombres con su superficie lisa y sonriente, y luego, cuando estaban bien embarcados, se volvía con furia sobre ellos y enviaba a la destrucción tanto al barco como a los marineros.
El mar se levantó en forma de mujer y replicó: —No me culpes a mí, marinero, sino a los vientos. Por naturaleza soy tan tranquila y segura como la misma tierra, pero los vientos caen sobre mí con sus ráfagas y vendavales, y me azotan con una furia que no es natural en mí.
El jabalí y el zorro
Un jabalí estaba afilándose los colmillos en el tronco de un árbol del bosque cuando se acercó un zorro y, al ver lo que hacía, le dijo:
—¿Por qué haces eso? Hoy no han salido los cazadores y no veo que haya otros peligros.
—Cierto, amigo mío —respondió el jabalí—, pero en cuanto mi vida esté en peligro necesitaré usar mis colmillos. Entonces no habrá tiempo de afilarlos.
El cervatillo y su madre
Una cierva le dijo a su cervatillo, que ya estaba bien crecido y fuerte:
—Hijo mío, la Naturaleza te ha dado un cuerpo poderoso y un par de cuernos robustos, y no me explico por qué eres tan cobarde como para huir de los sabuesos.
En ese momento ambos oyeron el sonido de una jauría en pleno grito, pero a una distancia considerable.
—Quédate donde estás— dijo la cierva—, no te preocupes por mí, y echó a correr tan rápido como le permitieron sus patas.